miércoles, 11 de julio de 2012

¿Dónde estábamos?

No sé dónde estábamos cuando desmembraron España en diecisiete comunidades para desterrar los complejos y vestigios de la acabada dictadura. Tampoco nos vimos cuando crearon casi una veintena de parlamentos, televisiones que duplicaban sus canales conforme incrementaban sus multimillonarios presupuestos y todos ellos mostraban lo mismo que La Primera. ¿Dónde estábamos cuando, en el colmo del surrealismo político y territorial, la propia capital española y sus alrededores se convirtieron en una comunidad autónoma más? Cuentan en Extremadura, y lo hacen en todos sus pueblos, que la bandera de su 'nueva comunidad' se hizo con los colores de los dos equipos de fútbol más importantes, en un diáfano ejemplo de muchas y falsas reivindicaciones históricas que jamás existieron.

La propia definición de comunidad sonaba tribal, primitiva, pero siempre nos pareció mucho más progresista que la vitola de país subdesarrollado que mostrábamos en nuestro pecho. Todos miramos alrededor cuando esas 'comunas' editaban sus propios libros de texto, falseaban la historia de nuestros ancestros, elevaban el 'hecho diferencial' hasta el paroxismo, convirtiéndolo en motivo de división en lugar de unidad. Todos preferimos mirar hacia otro lado cuando se duplicaron competencias; ante el espectáculo colorista de distintos cuerpos de seguridad; cuando los coches de lujo comenzaron a rodar por los setos cercados de palacetes por los que paseaban engolados muertos de hambre, hartos de pan y con maletas en sus manos; nadie alzó la mano de la protesta cuando los sindicalistas dejaron entrever los rólex en sus muñecas, al darnos cuenta de que habían alcanzado a los ricos para convertirse en nuevos truhanes, en lugar de conminar al que tenía todo a que repartiera lo que era de justicia para sus trabajadores, para sus familias. Quisimos ser políticos en las encuestas cuando contemplamos un espectro de cientos de partidos creados para colocar concejales que esquilmaron miles de ayuntamientos, consejeros que no aconsejan y juegan a ministros de taifas, sueldos astronómicos y tarjetas visa oro olvidadas en prostíbulos de lujo, salas de fiesta donde la coca se aparta especialmente para nombres, apellidos y emblemas políticos. Mirábamos desde la bajura, sacándonos la tela del forro del bolsillo como Escobar dibujaba a Carpanta, a los senadores y sus salarios vitalicios, sin preguntarnos qué sentido tiene un cementerio de elefantes cuya reforma se ha convertido en el cuento de la buena pipa del chollo partitocrático.

Nos dijeron que más allá de la monarquía reinaba el caos y, como los fantasmagóricos profesores de Gerald Scarfe dibujados en 'The Wall', arrinconaron bajo amenazas a cualquiera que osara ofrecer alternativas al artificial sistema de partidos, avanzando inexorablemente hacia la bacanal de cargos y enchufes a dedo. Más allá de las siglas de los grandes sólo existe la quema de iglesias, el desmadre del 36, la tricolor de los piojosos, que tan estupendamente se encargaron de relacionarla con cualquier otra manera de defender las cosas de lo público. El Rey venía a Cádiz allá por finales de los setenta a quitar el peaje del puente Carranza, y todos fueron a San Juan de Dios a celebrarlo con él, revisionando el esperpento berlanguiano. Y así en todas las ciudades, en todos los pueblos de un país en el que ya no se pudo decir su nombre porque la sombra de los complejos continuó siendo alargada, en el que no es progresista mostrar nuestra enseña en los balcones salvo que Iniesta haga un gol o Casillas le detenga un penalti a un italiano; en el que abrimos embajadas en el extranjero, presididas por banderas babélicas, que sólo representan a las 'comunas'.

Observábamos con indiferencia en televisión los mítines de los partidos políticos, millonariamente subvencionados por el Estado, sonriendo al corroborarse una vez más los huecos discursos, las frases mal hechas, los insultos entre oponentes, las nimiedades que provocaban el divorcio con la sociedad, que andaba por otro camino sin que jamás fuera capaz de apartarlos a la cuneta. Las concentraciones aborregadas y mitineras tan costosas como estériles, porque los que van a escuchar ya están convencidos y los que no van no les interesa en absoluto. Tan inútiles como las tapias de los cementerios, de donde nadie puede salir y nadie quiere entrar.

No nos vimos cuando el euro acabó con nuestra moneda bajo el falso lema de una uniformidad europea en la que un español no tenía nada que ver con un danés, ni un portugués con un alemán. El funcionario que ahora protesta se tomaba su café a 80 pesetas y de la noche a la mañana lo pagó a doscientas, pero pensamos que era el peaje por ser tan europeo como un belga. Más complejos, presentes y perennes,...

No unimos nuestras voces cuando los clubes de fútbol comenzaron a especular con los terrenos, cuando de la burbuja inmobiliaria salían a espuertas los sacos de billetes para presidentes y consejos de administración de equipos con cheques en blanco firmados por alcaldes populistas, cuando se pagó noventa millones por un futbolista chulo y angango, cuando se debatió en el Parlamento si el balompié era bien nacional... Hemos estado siempre mudos cuando los más votados han sido desbancados por las minorías en un ejercicio perverso de la democracia en innumerables ayuntamientos, 'comunas' y diputaciones, esas que siguen existiendo sin sentido alguno. ¿Quién alzó la voz cuando las reformas laborales comenzaron a abandonar al trabajador?

Ahora, cuando la posible solución va camino de ser la revolución social, como siempre fue en tiempos en los que se miraba de frente, lamentamos las reformas de políticos incompetentes, los millones de euros que nos deben a modestos empresarios que no aguantamos más. Nos sumamos de boquilla a los mineros porque han tenido dos cojones tras 46 días de lucha y, una vez comprobado que el Gobierno de Rajoy subirá el IVA del 18 al 21 por ciento y bajará las prestaciones por desempleo, nos sentaremos esta tarde a ver 'Sálvame' y saber qué hay de cierto en la paternidad de Ortega Cano. Hasta que una mañana la gente se apodere de las calles, sin esperarlo, sin que nadie sepa cómo fue, sin no decir que fue un sueño. Como las viejas revoluciones.

Fotografía: la marcha de los mineros, anoche en Madrid.

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